La más inmensa negrura conquistaba el infinito y donde sea que nuestro héroe mirara parecía que no había nada más, y la nada misma era entonces.
Primero frunció el ceño y sus cejas se juntaron dándole lugar a unas pequeñas arrugas que terminaron de unirlas. Sus ojos cristalinos se humedecieron y de la comisura del párpado el lagrimal dejó escapar un grito de auxilio.
Este grito ahogado se abrió paso por la mejilla y bajo hasta la boca. Como una gota de llanto que no encontraba obstáculos supo esquivar los labios y usando el mentón del héroe como trampolín se soltó en caída libre hacía un destino incierto, y todo fue silencio.
Pero ese silencio pareció cobrar vida y aquello que parecía muerto comenzó a nacer una nueva vida. El vértigo se hizo presente y amenazó con destruir su figura. La lágrima luchó por mantenerse única y entera moviéndose al compás de las alturas y del peligro.
De repente la oscuridad dejó de ser oscura para pasar de un negro a un azul profundo. Y cuando la lágrima empezaba a acostumbrarse al vacío fue que descubrió que más allá de toda esperanza estaba el cielo.
Bajó en caída libre esquivando nubes, algunas de ellas terribles y poderosas. Le tronaban con furia y la escupían palabras de odio y violencia. Sus brazos en forma de rayo parecían no alcanzarla nunca y con aliento renovado aceleró la marcha.
Cortando el aire y esquivando brillantes relámpagos, la lágrima de nuestro héroe se erguía indómita e invencible bajando por las largas columnas del cielo. Y notó entonces que no estaba sola.
Un gran estruendo cortó el cielo y en lo que es un abrir y cerrar de ojos logró observar por sobre su hombro como detrás suyo un ejército de gotas de lluvia volaban dispuestas a darle caza. Juntó sus brazos al cuerpo y se apresuró con la prisa de quien corre por su vida.
Huye mi pequeña, huye.