lunes, 20 de abril de 2009

Diálogos inconclusos

Un largo y frío pasillo, interminable. Puertas enfrentadas, de color blanco y picaporte de plata. Un hombre, vestido de traje a medida, color negro sombra y una corbata haciendo juego. Guantes, una galera y un bastón.

Clac.

El sonido llegó hasta mí. El hombre abre una puerta y desaparece.

Clac.

Otra puerta se abre, más cercana, y la misma figura se muestra. Esta vez se saca la galera y me mira con dureza. Cabellos lacios engominados hacia atrás, una tez pálida y unos ojos azules que no demostraban absolutamente nada.

Abre la puerta contigua y no lo veo más.

¿Cuánto tiempo pasó? No tengo idea de nada, no se donde estoy ni a quien vi. ¿En que puerta se mostrará ahora? ¿Será la cuarta de la izquierda o la octava de la derecha?

Por la segunda a mi diestra, finalmente.

Allí de pie ante mí, entendí que debía sentir miedo.

- ¿Sientes miedo?

El silencio se cortó.

No supe responder… atiné a titubear pero rápidamente me interrumpió.

- Debes sentirlo. No debe darte vergüenza. No soy nadie que hayas visto jamás, quizás alguien que alguna vez imaginaste. Soy quien soy, no intento negarlo.


Me quedé callado. Deseaba escuchar más, y a la vez, empezar a correr.

- Es terrible para ti, joven, encontrarme en esta situación. Ante las puertas del destino, aquellas que deciden tu camino, me ves como a un semejante. Veo en tus ojos y leo tu corazón. Me temes y deseas huir.


Bajó la cabeza. Su rostro no mostraba ninguna expresión, una mirada torva y unos labios finos. Piel perfecta y casi transparente. El hombre se sacó un guante y dejó ver unos dedos largos y finos, hermosos. Dirigió su mano al bolsillo, tomó un reloj y dijo:

- Y haces bien, hijo, tu miedo está justificado.