(Crónicas de Frili)
Al terminar de pronunciar las palabras secretas que abrian la entrada, la gran pared de roca negra comenzó a iluminarse y en ellas aparecieron finas inscripciones que alguna vez con tanta dedicación había tallado Kisserin. Ante ellos, la forja entornó sus puertas y le permitió el paso a su creador.
Sin mirar hacia atrás, el enano, su hijo y su fiel servidor entraron en lo más profundo de Minas Marrakesh. A sus espaldas 150 enanos ataviados parala batalla al mando de Gumlai los vieron desaparecer en la oscuridad.
Y una vez dicho esto, el enano de largas barbas se quitó la armadura y la apoyo con sumo cariño a un costado. Dejó sus armas, a las cuales miró por última vez, se calzó unos grandes guantes de herrería y se acercó hasta el comienzo de un largo pero angosto puente de piedra negra que llevaba hasta una plataforma aislada en el medio de la lava incandescente en el mismo corazón de la montaña. Allí y al calor del fuego mortal se podía divisar una pequeña forja. Grandes puntas de piedra filosa guardaban las herramientas, martillos, tenazas, tajaderas, escuadradotas, un gran yunque y una fragua. También había dos grandes libros. Uno, regalo de Gumlai, el libro de Belegost. El otro, más grande y pesado aún, contenía todos los secretos de Kisserin.
El enano cruzó entonces el puente y se dirigió hasta la herrería. Tomó el martillo, sostuvo las tenazas y se puso a forjar.
Los dias y las noches pasaron, y mientras Frili, hijo de Kisserin, registraba todo lo sucedido con atención, su padre golpeaba y golpeaba el metal, sin dormir y sin descansar. El fuerte calor ya no hacia daño en su piel ni chamuscaba sus largas barbas. Su carcajada se escuchaba atronadoramente en los techos del salón, como si tuviese todo finamente planeado. Tras unos dias de ininterumpido trabajo, el enano ya había terminado con lo que parecía una larga hoja plateada, afilada como nunca jamás se había visto en el Valle Azul.
Y entonces Frili cruzó el puente y le acercó seis partes de metal opaco y un mango de espada. Algunos yacían allí antes de la caída, puesto que el enano había guardado tres fragmentos, aquellos que fueron cedidos a Gumlai, Omín y a él mismo. Los restantes habían sido guardados por Ashtra, la elfa.
Kisserin los tomó y guardándose el último, los arrojó al fuego mismo donde en voz alta pronunció unas oscuras palabras. La sala se iluminó y las llamas crecieron hasta el punto de parecer un mar incandescente. Tomó los martillos de Ostinedhil y una vez más golpeó con todas su fuerzas el pálido acero que brillaba iluminando su tuerto rostro.
Mientras recitaba estas palabras, con un pequeño cincel dibujaba finas y entrelazadas hebras sobre el filo de la hoja. Sus años de orfebre lo habian vuelto un enano muy meticuloso y destinaba horas y horas al detalle y la perfección. Totalmente obsesivo por su obra, al mango lo dejó tal cual estaba excepto por una piedra roja que decoraría la empuñadura, uniendo la base con la parte mortal, esta última terriblemente trabajada.
Una vez más el herrero se concentró en su trabajo, martillando y martillando sin parar. En lo profundo del valle, Kisserin trabajaba en una única espada, aquella que seria destinada a una única persona. Éste vería la obra de arte y se enamoraría, ya que había sido forjada para él y para nadie más.
Durante treinta dias y treinta noches el herrero forjó el metal, consumiendo de a poco todas sus fuerzas y sus ganas de vivir. Con cada golpe las arrugas se iban abriendo paso en su cara, y cuando se sintió débil y cansado y sus barbas ya se habian convertido en blancas hasta el suelo, entonces supo que su creación había sido terminada. Con una última mirada a su hijo, el cual había sido el orgullo de su vida, y sabiendo que había dado todo de si, dijo en voz alta:
Entonces Kisserin se acercó a la espada, la cual reposaba brillante sobre el yunque, y se sentó a un costado. Tomó una pequeña daga y haciéndose un corte en la mano, derramó gota a gota su sangre en la afilada hoja hasta quedar seco y moribundo. Con su último aliento, Kisserin había firmado su obra más perfecta.
Es así como Aulë, Mahal para el herrero, vio desde sus estancias como Fëadûngurth fue creada.
Y de repente, cuando la última gota de vida cayó sobre la espada, todo comenzó a temblar. Kisserin había dado toda su sangre y Aulë había aceptado el sacrificio. Y como los poderes de la forja estaban atados a la vida misma del herrero, la sala comenzó a temblar.
Frili, con lágrimas en los ojos, corrió a lo largo del puente. Juntó rápidamente todas las posesiones de su padre, ahora suyas, y volvió con toda prisa. El techo comenzó a desmoronarse y a caer sobre sus cabezas. Su guardián Kheled fue rápidamente a su alcance y, de no ser por su escudo, entonces una gran roca hubiese terminado con la vida del heredero. Cruzaron el sendero, el cual se desmoronaba a cada paso y en un último respiro lograron llegar hasta las puertas, las cuales se abrieron por una última vez de par en par.
Ya a salvo y mirando hacia atrás, Frili hijo de Kisserin vio a su padre ya sin vida, sentado en una gran silla en lo mas alto de la forja. Iluminado por la tormenta de fuego y lava, el alma del herrero se hundió en el corazón mismo de Minas Marrakesh bajo los fuegos que tanto tiempo encendieron su corazón.
Frili y Kheled dieron media vuelta y escaparon para no volver nunca más y poder contar la historia.
“En una gran estancia en el interior de las montañas de la Tierra Media, Aulë, el herrero de los valar, creó a los siete padres de los enanos durante las edades de la oscuridad, cuando Melkor y sus servidores de Utumno y Angbad dominaban toda la Tierra Media.
Por tanto, Aulë hizo a los enanos fuertes e intrépidos, insensibles al frió y al fuego, y más resueltos que las razas que los siguieron. Aulë conocía el alcance de la vileza de Melkor, de modo que otorgó a los enanos perseverancia, espíritu indómito, tenacidad para trabajar y capacidad para resistir penalidades. Eran valientes en el combate y poseían un orgullo y una fuerza de voluntad inquebrantables.
Los enanos se dedicaban a la minería, a la construcción y a la metalurgia; además, tallaban la piedra prodigiosamente. Estaban bien dotados para las artes de Aulë, que había dado forma a las montañas, pues eran fuertes, de luenga barba y fornidos, aunque no altos, pues oscilaban entre el metro veinte y el metro cincuenta de estatura.
Puesto que su tarea era larga, se les concedió una vida de dos siglos y medio; sin embargo, eran mortales, y también podían morir en combate.
Aulë hizo a los enanos sabios en el conocimiento de sus artes y les dio una lengua propia llamada Khuzdul. En ese idioma Aulë se llamaba Mahal, y los enanos, khazâd, pero era una lengua secreta, desconocida, con la excepción de unas pocas palabras, para todos los que no fueran enanos, pues estos la preservaban celosamente.
Los enanos estuvieron siempre agradecidos a Aulë y lo reconocían como su creador, sin embargo, quien les dio la verdadera vida fue Ilúvatar.”
Al terminar de pronunciar las palabras secretas que abrian la entrada, la gran pared de roca negra comenzó a iluminarse y en ellas aparecieron finas inscripciones que alguna vez con tanta dedicación había tallado Kisserin. Ante ellos, la forja entornó sus puertas y le permitió el paso a su creador.
Sin mirar hacia atrás, el enano, su hijo y su fiel servidor entraron en lo más profundo de Minas Marrakesh. A sus espaldas 150 enanos ataviados parala batalla al mando de Gumlai los vieron desaparecer en la oscuridad.
- Contemplad hijo! Ante ti se levantan los techos de Baraz-in-Zârambizar, el gran lago de fuego el cual yo mismo descubrí y al cual tantos años dediqué, tallando y tallando sus paredes. En este lugar yacen mis más grandes secretos y alguna vez fue la prisión del hijo de Darion el Impío! Una estancia digna de Telchar de Tumunzahar!
Y una vez dicho esto, el enano de largas barbas se quitó la armadura y la apoyo con sumo cariño a un costado. Dejó sus armas, a las cuales miró por última vez, se calzó unos grandes guantes de herrería y se acercó hasta el comienzo de un largo pero angosto puente de piedra negra que llevaba hasta una plataforma aislada en el medio de la lava incandescente en el mismo corazón de la montaña. Allí y al calor del fuego mortal se podía divisar una pequeña forja. Grandes puntas de piedra filosa guardaban las herramientas, martillos, tenazas, tajaderas, escuadradotas, un gran yunque y una fragua. También había dos grandes libros. Uno, regalo de Gumlai, el libro de Belegost. El otro, más grande y pesado aún, contenía todos los secretos de Kisserin.
El enano cruzó entonces el puente y se dirigió hasta la herrería. Tomó el martillo, sostuvo las tenazas y se puso a forjar.
Los dias y las noches pasaron, y mientras Frili, hijo de Kisserin, registraba todo lo sucedido con atención, su padre golpeaba y golpeaba el metal, sin dormir y sin descansar. El fuerte calor ya no hacia daño en su piel ni chamuscaba sus largas barbas. Su carcajada se escuchaba atronadoramente en los techos del salón, como si tuviese todo finamente planeado. Tras unos dias de ininterumpido trabajo, el enano ya había terminado con lo que parecía una larga hoja plateada, afilada como nunca jamás se había visto en el Valle Azul.
- Hijo, aquí guardé durante mucho tiempo todos los saberes sobre el demonio del Oeste, aquel que vino gracias a la lástima de los elfos buscando venganza. Su poder es de antaño pero yo, Kisserin, gracias a años y años de estudio, aprendí a controlarlo y vencerlo. Acercadme los fragmentos de la espada de Azazel.
Y entonces Frili cruzó el puente y le acercó seis partes de metal opaco y un mango de espada. Algunos yacían allí antes de la caída, puesto que el enano había guardado tres fragmentos, aquellos que fueron cedidos a Gumlai, Omín y a él mismo. Los restantes habían sido guardados por Ashtra, la elfa.
Kisserin los tomó y guardándose el último, los arrojó al fuego mismo donde en voz alta pronunció unas oscuras palabras. La sala se iluminó y las llamas crecieron hasta el punto de parecer un mar incandescente. Tomó los martillos de Ostinedhil y una vez más golpeó con todas su fuerzas el pálido acero que brillaba iluminando su tuerto rostro.
- Será esta mi ultima gran creación, más imponente aún que todo lo que he creado hasta ahora y aquel que se considere lo suficiente idóneo para blandirla entonces se enamorará y esta espada solo responderá a él y nadie más.
Mientras recitaba estas palabras, con un pequeño cincel dibujaba finas y entrelazadas hebras sobre el filo de la hoja. Sus años de orfebre lo habian vuelto un enano muy meticuloso y destinaba horas y horas al detalle y la perfección. Totalmente obsesivo por su obra, al mango lo dejó tal cual estaba excepto por una piedra roja que decoraría la empuñadura, uniendo la base con la parte mortal, esta última terriblemente trabajada.
- Esta espada tiene un destino, hijo, y el mundo la conocerá como Fëadûngurth. Aunque para nosotros, los Naugrim del Valle tendrá otro nombre y nadie mas que los nuestros lo sabrán.
Una vez más el herrero se concentró en su trabajo, martillando y martillando sin parar. En lo profundo del valle, Kisserin trabajaba en una única espada, aquella que seria destinada a una única persona. Éste vería la obra de arte y se enamoraría, ya que había sido forjada para él y para nadie más.
Durante treinta dias y treinta noches el herrero forjó el metal, consumiendo de a poco todas sus fuerzas y sus ganas de vivir. Con cada golpe las arrugas se iban abriendo paso en su cara, y cuando se sintió débil y cansado y sus barbas ya se habian convertido en blancas hasta el suelo, entonces supo que su creación había sido terminada. Con una última mirada a su hijo, el cual había sido el orgullo de su vida, y sabiendo que había dado todo de si, dijo en voz alta:
- Este es mi final, hijo. Aquí termina la historia de mi vida y comienza la tuya. Kheled! Mi más fiel servidor! Juntad todas mis cosas, ahora de mi hijo! Llevad el libro de Belegost, los martillos de Ostinedhil y el libro de los secretos a algún lugar seguro. Jamás olvides mis enseñanzas. Y por siempre recuerda mis últimas palabras, PACIENCIA Y PERSEVERANCIA.
Entonces Kisserin se acercó a la espada, la cual reposaba brillante sobre el yunque, y se sentó a un costado. Tomó una pequeña daga y haciéndose un corte en la mano, derramó gota a gota su sangre en la afilada hoja hasta quedar seco y moribundo. Con su último aliento, Kisserin había firmado su obra más perfecta.
Es así como Aulë, Mahal para el herrero, vio desde sus estancias como Fëadûngurth fue creada.
Y de repente, cuando la última gota de vida cayó sobre la espada, todo comenzó a temblar. Kisserin había dado toda su sangre y Aulë había aceptado el sacrificio. Y como los poderes de la forja estaban atados a la vida misma del herrero, la sala comenzó a temblar.
Frili, con lágrimas en los ojos, corrió a lo largo del puente. Juntó rápidamente todas las posesiones de su padre, ahora suyas, y volvió con toda prisa. El techo comenzó a desmoronarse y a caer sobre sus cabezas. Su guardián Kheled fue rápidamente a su alcance y, de no ser por su escudo, entonces una gran roca hubiese terminado con la vida del heredero. Cruzaron el sendero, el cual se desmoronaba a cada paso y en un último respiro lograron llegar hasta las puertas, las cuales se abrieron por una última vez de par en par.
Ya a salvo y mirando hacia atrás, Frili hijo de Kisserin vio a su padre ya sin vida, sentado en una gran silla en lo mas alto de la forja. Iluminado por la tormenta de fuego y lava, el alma del herrero se hundió en el corazón mismo de Minas Marrakesh bajo los fuegos que tanto tiempo encendieron su corazón.
Frili y Kheled dieron media vuelta y escaparon para no volver nunca más y poder contar la historia.